Publicado en Día 1, El Comercio.
No tenía planeado conocer Rusia. Y menos ir al Mundial. Pero el día que Perú clasificó, el abrazo con mis cuatro hijos –en el Estadio Nacional– fue tan grande, tan intenso y tan emotivo, que les dije, en medio de las lágrimas de los cinco y yo casi sin voz: “Nos vamos a Rusia”.
Y fue el día que salimos de Madrid a Moscú cuando recién tomamos conciencia de la magnitud del evento en el que nos habíamos embarcado. ¡Todo el avión tomado por peruanos! Todos con camisetas rojiblancas, además. No pasó mucho rato desde que despegamos para que a alguien se le ocurriera empezar a cantar. Y tras él, todo el avión. Fue muy lindo.
Pero lo más lindo ocurrió en Saransk. Nos fuimos al “banderazo”. Fue en ese momento que nos dimos cuenta de que prácticamente habíamos tomado la ciudad. A los gritos de “y ya lo ven, somos locales otra vez”; “vamos peruanos, que esta tarde tenemos que ganar”; y la infaltable “cómo no te voy querer”, fuimos avanzando hasta el imponente y bello estadio. Éramos una marea rojiblanca. El partido es historia conocida, no fue el mejor.
El entusiasmo, sin embargo, no bajó. Igual de emotivos fueron los partidos contra Francia y contra Australia, que ganamos 2-0. Fueron 270 minutos de gloria. Cantando, llorando, abrazando y gritando.
Excelente terapia, sin duda.